Las tres bodas de Manolita by Almudena Grandes

Las tres bodas de Manolita by Almudena Grandes

autor:Almudena Grandes [Grandes, Almudena]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2014-03-04T05:00:00+00:00


Roberto el Orejas no se sintió a salvo hasta que consiguió meter a su amigo Antonio Perales en la cárcel. Esa noche durmió de un tirón y no tuvo pesadillas.

Cuando lo bajaron a la sala no sabía en qué hora vivía, si era de día o de noche, porque la ventana de su calabozo estaba tapiada con ladrillos, la argamasa fresca todavía, la bombilla siempre apagada. A cambio, en el sótano, una hilera de lámparas recorría todo el techo y su luz excesiva, demasiado potente, le deslumbró. Cerró los ojos antes de que lo tiraran al suelo, pero no los echó de menos para adivinar que lo estaban esposando a una barra de metal. Tampoco volvió a abrirlos hasta que se marcharon los dos hombres que lo habían conducido hasta allí.

Sólo después levantó los párpados para descubrir que estaba en una habitación cuadrada, alicatada hasta el techo con azulejos blancos, corrientes, amueblada con dos mesas metálicas largas y desnudas. A su alrededor vio cinco sillas de madera de aspecto dispar, dos con asiento de anea, otras dos con brazos y ruedas, como sillones de oficina, la última extrañamente delicada, con patas finas, torneadas, y respaldo de rejilla, tumbada en el suelo. Las sillas eran el único elemento que desentonaba con el aspecto de aquel lugar, semejante en todo lo demás a la cámara de una carnicería. Para compensar esta discrepancia, a medio camino entre la mesa a una de cuyas patas le habían esposado y la que tenía enfrente, contempló una mancha marrón, sangre seca que oscurecía el barro rojizo de los baldosines del suelo excepto en tres puntos, tres minúsculos bultos blanquecinos de origen y condición desconocidos.

Mientras los miraba, rompió a sudar. En aquella sala hacía frío y el sudor le erizó los pelos de la nuca, le pegó la camisa al pecho hasta hacerle tiritar, pero no consiguió dejar de segregarlo ni apartar la vista de aquellos tres misteriosos pedacitos de algo, de alguien, que le llamaban como si le conocieran. Las patas de las mesas estaban ancladas al suelo con cemento, y desde la distancia a la que se encontraba no logró clasificarlos, decidir si eran trozos de dientes, astillas de huesos o algo más blando, grasa, sesos, partes en cualquier caso de un órgano humano que no se había roto sin ayuda, fragmentos de un ser vivo que no habían traspasado la barrera de la piel por su propia voluntad.

Enseguida descubrió que no estaba solo. Mientras distinguía otras manchas marrones, secas, y el rastro aún más temible de las que habían sido eliminadas con una bayeta y poco cuidado, dejando cercos rojizos, circulares, sobre los azulejos, oyó a su izquierda una tos cavernosa, cargada de flemas y algo más, una respiración sonora, sorda como el sonido de una flauta soplada al revés. Olió la sangre en la que culminó aquella ruidosa secuencia y volvió a temblar. Entonces oyó un suspiro, y a continuación, el eco apagado de una voz humana.

—¡Ay!

Eso fue todo lo que dijo aquella



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